sábado, 20 de noviembre de 2010

Días de Mierda



Sentado en tu cuarto con la persiana levantada y a penas entra luz, son las una de la tarde y afuera está lloviendo. No es resaca lo que taladra tu cabeza, es un malestar general extraño, que te afecta más por dentro de lo que muestras por fuera.


No es añoranza ni dolor por lo perdido, el pasado queda atrás, y aunque dice mucho de quien eres hoy, no necesitas que vuelva. Es más una frustración, un ahogo interno que te da la sensación de estar estancado, preso en una ciudad que cada vez te atrapa más, una ciudad que odias, que solo es especial por la gente que habita en ella, pero que día a día te va matando el espíritu un poco más.


Llegas a odiar y amar lo que haces en intervalos de tiempo muy seguidos e intermitentes, matarías por haber dado un giro diferente a tu vida, maldiciendo todo lo que te ata aquí. Te sientes realizado con pequeñas cosas que nunca llegarán a darte de comer, pero que realmente te apasionan. Y dices… ¿Qué coño estoy haciendo con mi vida?


Sabes que aunque de vez en cuando vengan estos días de mierda, vuelven esos intervalos felices en los que te sientes mejor, pero no puedes evitar pensar ¿Me habré equivocado?

Sigues adelante, no tienes otra opción, y decides salir a la calle lloviendo, y ser positivo, saltar en algún charco, sin preocuparte de lo empapado que llegarás a casa, si no te refugias en esa locura, al final acabas perdiendo la cabeza, necesitas esa ausencia de lucidez, esos instintos extraños para seguir siendo tú, para que las ganas de avanzar no te abandonen.


Si tuviésemos todo lo que queremos aquí y ahora, posiblemente dejaríamos de buscar y nuestra existencia se volvería rutinaria y vacía. Al fin y al cabo la vida es una constante búsqueda de algo, y esa búsqueda es lo que nos va dando trocitos de felicidad, no lo que ansiamos encontrar.

martes, 9 de noviembre de 2010

Tejados



¿Te acuerdas de cuando saltábamos por los tejados? La casa era vieja, daba igual romper algunas tejas, porque ya nadie vivía allí. Éramos inocentes y escandalizables, soñadores, pequeños. El tiempo se detenía entre hojas de parra y pajaritas de papel, bajo techos con humedad que servían de cielo nublado a nuestras ciudades de playmobil.

Eran otros tiempos, la preocupación de no saber qué hacer con nuestras vidas no existía, tampoco la necesidad de trabajar o de ser independientes, solo nos apetecía divertirnos, grabar programas de radio que nadie más escuchaba, colarnos en las fiestas de los mayores, ver los carnavales por la tele a las tantas, las noches bajo estrellas fugaces, sentirnos únicos y especiales por poder compartir todos esos momentos.

Luego el tiempo pasó y se sumaron los años a nuestros pasos, las cabezas fueron cambiando, las distancias fueron jugando con los dos y el silencio entre nosotros solo se veía interrumpido por unos encuentros aleatorios, en los que parecía que el tiempo no había pasado. Siempre seguimos estando ahí, a pesar de no ser los mismos sigue existiendo esa esencia de esos dos niños, que no necesitaban hablar para saber lo que el otro sentía. De esos que no quieren crecer y a los que les encanta escaparse aunque solo sea por un momento a aquellos días en los que anochecía sentados en los tejados.